Una niña se acerca a un árbol grande.

Una mujer joven camina por la casa esquivando cajas, mientras habla por teléfono. Unas maletas en la puerta.

―Sara, ¿terminaste con tus juguetes? ―dice Teresa.

―Mamá, ¡tengo que llevar mis cosas! ―dice Sara.

―Esto es una locura, Laura ―dice Teresa sentándose en el sillón entre un oso de peluche de medio metro y una muñeca gótica.

―Tranquila, mujer. Tienes suerte, aprovecha esa herencia de tu tía. Si la casa no te gusta la vendes― dice Laura.

―Es la tía de mi madre. Es un pueblo muy pequeño entre unas montañas. Me dijo que vivían 134 personas ―comenta Teresa.

―Mamá, llevo la table y la Nintendo también ―dice Sara.

―Te dejo Laura, tengo que organizar esto ―termina Teresa.

―Hija, la señora que arregló la casa me dijo que no había internet. Que tenían internet en la escuela y la biblioteca.

―Pero ¡mamá! No hay piscina, ni playa, ¿por qué vamos a ese sitio en verano? ―dice Sara molesta.

―Hay monte, árboles, calles de tierras. Cabras, vacas, caballos…

―¿Puedo subirme a un caballo? ¡Porfa!

―Ya veremos, pero solo podemos llevar lo que quepa en el coche. Tienes que escoger. Piensa bien lo que vas a llevar.

―No quiero ir a esa casa mamá.

―Sara, lo vamos a pasar bien juntas. No voy a trabajar, estaré contigo, siempre.

―¿Me lo prometes?

―¡Sí! Te lo prometo, pollito.

―¡Vale!

―Nos vamos en una hora, espabila.

Unas horas más tarde.

―¡Mira mami! Unas vacas, son vacas ¿Verdad? ―dice Sara entusiasmada.

―Sí, que verde todo. Nos vamos a parar un rato, a ver si encuentro dónde arrimarnos.

El aire es limpio, el sonido diferente. Olor a hierba verde, a tierra húmeda. Se escucha el piar intenso de los pájaros. No muy lejos, unas vacas pastaban tranquilas. Un prado verde, rodeado por árboles enormes y frondosos.

―¡Qué bonito, Sara! ―dice Teresa extasiada.

―¿Puedo ir a ver de cerca las vacas?

―No hija, otro día quizás. Ahora tenemos que llegar a casa primero. No falta nada. ¿Sabes? Está detrás de esa montaña. ¿La ves detrás de esos árboles?

―Sí, parece lejos. ¡Estoy cansada!

―Yo también, pero, ya vale la pena. Vamos, al coche…

Teresa aparca cerca de la casa de puertas azules. Bajan del coche. Están en el pueblo Airajurbal. La calle de ladrillos de piedra oscura se alargaba. Tres casas grandes la rodean. Dos calles salen a los lados.

Unas señoras salen de una venta.

Unos niños juegan a la pelota.

―¡Mi niña! Eres Teresa ¿Verdad? Yo soy Luisa.

―Hola, esta es mi hija Sara ― dice Teresa.

Todos los que salen de la venta saludan a Teresa. Los niños siguen jugando calle arriba.

―Aquí no te aburrirás, mi niña. Todos cuidamos de los niños, son el futuro. Vamos para que te instales, Teresa ―dice Luisa.

Subiendo la calle, varias casas de piedra adornaban sus paredes con flores y plantas.

―Es aquí, está limpia y te hemos lavado la ropa de cama, de la cocina y del baño. Espero que estés como en tu casa ―dice Luisa dándole la llave a Teresa.

Una puerta de madera azul. Las paredes de piedra pequeña y oscura. Unas plantas bajo las ventanas. Una pequeña sala luminosa la sorprendió. La luz entraba por una ventana grande que da a un patio lleno de plantas.

La cocina es antigua y sencilla. Tiene una ventana que da a una terraza en la parte de atrás de la casa. El patio de plantas que se ve desde la entrada es parte de la gran terraza. Dos habitaciones con ventanas a la calle. Sencillas, limpias, luminosas.

―Es preciosa, no me lo esperaba así ―dice Teresa.

―Ella nunca quiso tener una gran casa. Quería luz y comodidad. Lo último que arregló fue el techo.

Teresa mira hacia el techo, la madera lo forraba todo. La cubierta es alta y original. Sara sale al patio, hay tierra donde jugar.

―Me encanta Luisa ―dice Teresa.

―Cuando puso esa ventana, todos le decíamos que estaba loca. ¡La pobre! Lo decíamos por el frío invierno. Pero ella, la puso reforzada, y mira en esa esquina.

―¡Dios mío! ―dijo Teresa tapándose la boca―. ¿Una chimenea? ¿Funciona?

―¡Claro mujer! Aquí tienes leña para estos días y en el patio hay más a cubierto de la lluvia. Es una casa acogedora y preparada, para el verano y para el duro invierno. La puerta es de seguridad, toma la llave. ¿Te ayudo a bajar las cosas del coche?

―No hace falta, no se preocupe.

―Te dejé algunas cosas de comer en la cocina, regalo de todos los del pueblo. Descansa niña, tienes mi número de teléfono y vivo dos casas más abajo, la puerta lila, recuerda.

―Muchas gracias, Luisa.

Teresa y Sara, bajaron sus cosas. Eligieron su habitación. En la cocina, sobre una mesa, el frutero rebosaba. En un bolso de tela, el pan. En la nevera había de todo; queso, leche fresca, mermelada, huevos. En la despensa, una cesta de verduras la adornaban.

Teresa coloca la ropa. Comen algo en la mesa del patio, mientras observan el paisaje.

―Esta noche enciendo la chimenea, que ilusión ―dijo Teresa.

―¿Puedo ir a la calle?

―Sí, ahora salimos un rato.

Por la calle, la gente se saluda. Los niños corren jugando. Luisa habla con sus vecinos en el banco de piedra.

―Gracias por todo, se pasaron con la compra ―dijo Teresa agradecida.

―Eso lo cultivamos aquí. Me llamo Andrés, tú también puedes cultivar algo en tu patio.

―¡Mamá! ¿Puedo ir a jugar allí? ―dijo Sara abrazando su muñeca Elsa de frozen.

Teresa mira alrededor.

―Tranquila, aquí apenas pasan coches. Aquí está a salvo ―dijo Luisa.

―Vete Sara, yo estoy aquí, ¿vale?

Teresa se sienta con ellos. Son personas mayores, hablan de sus cosas. Ríen con las anécdotas que solo da la vida. La pelota no para de lado a lado. Detrás, los niños se divierten, mientras, en un banco no muy lejos, Spiderman, Elsa y otros muñecos lo observan todo.

El sol se oculta detrás de los árboles que rodean al pueblo. Un color naranja corre por sus tejados. Una brisa fría se mete entre la ropa, helando los huesos.

Los niños recogen sus muñecos. Los mayores se meten en sus casas buscando el calor del hogar. Teresa prepara el baño para Sara. Una pequeña bañera sirve para conseguir la felicidad de la niña. Teresa, se pone a encender la chimenea. Es fácil, todo está estudiado, todo funciona. Todo es perfecto.

Suena el teléfono.

―¿Cómo te va Teresa? ―dice Laura.

―Precioso todo, Laura.

Siguen hablando, mientras Sara juega a bañar a su muñeca. La chimenea calienta el hogar y una copa de vino de la tierra, pone el broche final.

Los días pasan apacibles y tranquilos.

Una mañana, un furgón amarillo de Correos ocupa toda la calle.

―¡Bienvenida! Eres Teresa, ¿verdad? ―dijo Romen el cartero.

―Hola, parece que todo se sabe ―saluda Teresa.

―Somos pocos, pero valientes ―dice una joven hermosa que salía cargada de cajas de su casa―. Me llamo Rosa.

―No sabía que hubiera aquí un negocio ―dice Teresa.

―Lo intentamos…

―No le hagas caso. ¡Qué asco me dan estos ricos agachados! ―dice Romen socarrón.

―¡Calla, y coge esas cajas! ―ordena Rosa entre risas.

―¡Me voy! ¿Ya está todo? ―pregunta Romen.

―Sí, ya puedes ir a desayunar, que te están esperando abajo―dice Rosa.

―Ya me hace falta. A ver si Charo izo su carne fiesta. ¡Qué buena está!

―Si ese es tu desayuno. ¡Yo no quiero imaginar que almuerzas tú!―dice Rosa.

Romen subió al furgón, dio la vuelta más arriba, bajó sonriendo hasta la venta. Las mujeres, se quedaron hablando un rato. Mientras, Sara juega con sus amigas.

Teresa y Sara, por las tardes caminaban por el pueblo y alrededores. En verano, el sol baña todos los prados, las flores por los caminos visten las praderas. Los árboles verdes y frondosos dan frescor a los animales. Un sonido llamó su atención. Teresa camina hacia aquellos árboles grandes que cierran el paisaje. Dos vacas pastan tranquilas. Verlas de cerca era distinto, Sara le da la mano a su madre, esquivan a los animales.

Detrás de los árboles, un pequeño río baja ruidoso. Teresa y Sara juegan cerca de aquel rio limpio, que se aleja montaña abajo, cantando entre piedras y plantas.

Un puente de piedra separa las orillas. Seguro que, en invierno, es necesario para cruzar. Caminan por el puente, un árbol enorme se ve no muy lejos. Un muro bajo lo rodea, sobre una plaza de adoquines de piedra.

Unos niños juegan en el lugar. Sara corre a encontrarse con ellos. Teresa observa todo con interés. Se acerca al árbol, algo llama su atención.

―¡Dios mío! ―dice Teresa asustada, mientras los niños corretean por el lugar.

Bajo el árbol colgada de sus ramas hay muñecos de todo tipo. Algunos rasgados, otros en trozos, otros, casi enteros. Teresa, indignada saca unas fotos. Los niños siguen jugando.

―¿Qué significa esto? ¿Quién cuelga estos muñecos? ―pregunta Teresa a unos niños que se le acercaron.

―Siempre ha estado así. El ayuntamiento los pone cada año. El mío es aquel Spiderman ―dice un niño.

―¡Qué macabro! ―dice Teresa.

Más tarde, Teresa le comentó lo ocurrido a Luisa.

―¿Eso del árbol? Son costumbres muy viejas. Yo era niña y se hacía. Cada año donamos un muñeco querido, y nos regala el ayuntamiento otro deseado. Mi madre, de niña igual.

―Es una costumbre horrible. Eso debería terminar. Un pueblo tan hermoso y que los niños jueguen bajo ese árbol como si nada, es vergonzoso. Hablaré con el alcalde, ¿quién es?

―Charito, la de la venta. Ella es la alcaldesa ahora.

Siguieron hablando y tomando café.

Más tarde, Teresa fue a la venta. Charo ordenaba la fruta.

―¿Puedo hablar con usted como alcaldesa?

―Sí, claro mi niña. Vamos a esa mesa, ¿quieres tomar algo? ―dice Charo sentando su gran cuerpo en una silla de plástico.

―¡No, gracias! Quería hablarle del árbol que tiene los muñecos colgando. ¿Qué puede decirme de eso?

―Teresa, eso es una costumbre muy vieja. Una vez encontramos un documento de donación, y era del año 1609. Imagine mi sorpresa.

―Y le parece normal, continuar con esa costumbre macabra.

―Es una costumbre, sí. Pero hay un decreto antiguo de obligado cumplimiento. No puedo derogarlo. No es tan fácil.

―¿En serio?

―No es fácil. Primero, es la gente del pueblo la que tiene que negarse a cumplirlo, llevarlo al Pleno. Luego lo jurídico. En una semana empezamos a preparar las donaciones, antes de octubre tienen que estar los nuevos colgados.

―¡Madre mía! Solicitaré que el tema se toque en el próximo Pleno.

―De acuerdo, espere que la anoto ―dice Charo cogiendo una libreta de resortes. El próximo es el 20 octubre, un viernes. La anoto ya con su petición. Dígame su teléfono.

Pasaron los días.

―Mamá, mañana es la donación, voy a donar a Elsa―dice Sara mientras peina a la muñeca.

―¿Por qué? Es tu muñeca favorita.

―Es un honor donar los muñecos que amamos. Todos mis amigos lo hacen. Hasta Quico dona su Catnoir. Lo voy a donar. Y voy a pedir a Anna de frozen.

―Tu sabrás y, ¿dónde lo hacen?

―En el ayuntamiento, también pedimos el nuevo. Una semana después, harán una fiesta al lado del árbol de los deseos. Quitarán los rotos y colgarán los sanos. Además… ¡Nos dan los juguetes nuevos!

―¡Que horror! Tengo que hacer algo, es macabro todo.

Unos días más tarde, Teresa visita al árbol de los deseos. Saca fotos con su cámara del trabajo. Llama a su amiga Laura y le manda las fotos.

―¡Tía esto es una noticia curiosa! ¿Dices que el viernes es la fiesta? ¡Podemos hacer un reportaje!

―Ven antes, y te quedas con nosotras, la casa es preciosa.

―De acuerdo, nos vemos pronto. Voy a preparar todo en el periódico.

Llegó el día de la fiesta. Las gentes del pueblo invitaron a sus amigos y familiares. Pusieron unas mesas con picoteo. Todo preparado. Teresa comenta a Charo que va a publicar la fiesta y que una entrevista con su alcaldesa sería ideal.

El árbol estaba limpio, sin nada. Teresa aprovecha para sacarle una foto. Los niños donan sus juguetes. La alcaldesa le entregaba otro nuevo con aplausos del público. Los operarios cuelgan los juguetes donados en el árbol.

En unos días se publicó en los periódicos. La noticia se izo viral. Mucha gente viene a ver el árbol de los deseos. Muchas protestas y opiniones de especialistas contra esa práctica.

En el pleno, se enseña una copia del documento original. Un pergamino antiguo que no se podía tocar. Data del año 1598. Se hizo una copia y unas fotos. Se pidió quitar esa fea costumbre de las ordenanzas.

―Solicito que nos den tiempo para investigar. Necesitamos saber el por qué de esa ordenanza ―pide un concejal joven llamado Carlos.

En el Pleno, se decide que, en una semana, tenía que entregar el informe. Mientras, una asesoría de la ciudad prepara una contra orden. Una ley adaptada a los nuevos tiempos que derogue la antigua.

Unos días más tarde, Teresa pasea por el pueblo. Se acerca al árbol y algunos trozos de muñecos están en el suelo. Los operarios ya están barriendo cerca.

―¿Tan pronto y se caen? ―pregunta Teresa.

―Hay días que no hay nada, pero otros sí ―contesta una joven.

Teresa miraba las muñecas colgadas. Sus piernas de plástico estaban arañadas. Sus trajes rasgados. Algunos tenían la cabeza casi arrancada. Era como si algo los jalara hacia abajo con fuerza. Arrancando telas y plástico. Teresa le saca fotos.

Charo y Carlos discuten en la venta. Carlos sale de la venta con paso rápido.

―¿Eres Carlos? El que habló en el Pleno―pregunta Teresa.

―Sí, por desgracia soy yo.

―Parece que no has tenido suerte.

―No, es frustrante. No hay nada. La documentación más antigua data del año 1615.

―No hay suerte, cariño ―dijo una anciana sentada en un banco muy cerca de ellos.

―No, estoy perdido. Es como si este pueblo no existiera antes de 1615.

―Sí, existe claro. Mi abuelo me contaba que había muchas peleas con el pueblo vecino. Antes estábamos unidos ―dice la anciana.

―Pero había un ayuntamiento donde se izo el antiguo documento, debería estar aquí ―dice Carlos frustrado.

―Antes se peleaban mucho. Mi familia era del pueblo vecino. Siempre decían que Airajurbal les había robado el gobierno ―comenta la anciana.

―Tal vez antes se gobernaba desde El Rosito, el pueblo vecino ―dijo Teresa.

―Puede ser. Tiene que estar allí la antigua documentación. Voy a ir, seguro alguien sabe.

Carlos, se levanta rápido y coge su coche. Teresa se queda con la anciana hablando. Mientras, los niños corretean por todos lados.

Carlos está en la biblioteca del pueblo Rosito. En el sótano, busca entre los documentos más antiguos, ya encontró el documento original. Pero no encuentra nada, que lo justifique.

Unos dibujos llaman su atención. Son a carboncillo. Parecen brujas o demonios. Hay un árbol con muñecos colgando. Está cerca. Busca cualquier cosa escrita.

De vuelta al pueblo, con la esperanza perdida. Carlos descansa en la venta de Charo.

―¿Qué tal? ¿Encontraste algo? ―pregunta curiosa Teresa.

―Encontré el documento original. Lo tiene el ayuntamiento a buen recaudo. También, encontré unos dibujos del árbol. Pero nada importante.

―Mañana es el pleno, y los quitarán de una vez, es lo mejor.

―Teresa, siento que hay algo más, un motivo. No sé… Estoy cansado.

―Hola, Carlos ―dice una joven.

―Hola, Carmen. ¿Cómo te fue?

―Ya lo presenté, ahora toca esperar ―dice Carmen―. La universidad quiere su tiempo. ¿Encontraste algo?

―Sí, pero no es lo que buscaba.

―Te puedo ayudar, podemos ir y buscar hasta que se nos caigan los ojos ―dice Carmen divertida.

―Vamos, juntos es más ameno, como en los viejos tiempos. ¿Te vienes, Teresa? ―pregunta Carlos.

―No puedo, tengo que estar en el pleno.

Pasaron las horas.

―Voy a buscar sobre la peste. Cualquier cosa ―dice Carmen agotada.

―Espera, vamos a comer algo y un chute de café ―dice Carlos sacando el termo―. Deberías descansar un rato.

―No puedo dormir, no hay tiempo ―dice Carmen sentándose para comer algo―. Tenemos pocas horas. Lo mejor que hicimos es subir las cajas del sótano, aquí tenemos buena luz y comodidad.

―Y aire…

―¿No quedó ninguna caja abajo?

―No, creo que no.

―Voy a echar un vistazo, así me espabilo. Me llevo la linterna.

Carmen camina despacio por el sótano. Revisa todas las repisas. Las paredes, todo. El aire húmedo le pica en la garganta. Empieza a subir la escalera de piedra. La linterna encendida, alumbraba al suelo. Algo llama su atención. Una piedra está suelta debajo de un escalón. La quita, y alumbra dentro del hueco.

―¡Carlos! Baja un momento ―dice Carmen.

―¿Qué ocurre? ¿Te hiciste daño?

―Estoy bien, mira.

―Debajo de la escalera hay cosas apiladas, pero ¿Cómo se entra ahí?

―Por aquí no, a no ser que quite la pared. Déjame ver…

Carlos se tira en la escalera, con la linterna escruta todo lo que podía.

―Está limpio. Parece que se utiliza, así que tiene que haber otra entrada.

―Hay un granero al otro lado de la casa, ¡vamos!

Juntos, entran al granero con la linterna. Buscan una puerta o una trampilla, para bajar al sótano. La encontraron.

Una escalera los lleva al sótano. Unas repisas con líquidos y garrafas para el mantenimiento de la tierra y algunas herramientas. Al fondo, unas cajas de madera viejas apiladas en unas repisas.

―Eso es lo que vimos por la escalera ―dice Carmen.

Bajan las cajas de madera entre los dos. La abren con una palanca. Encuentran; legajos, pergaminos y elementos de escritura antigua. Suben todo a la biblioteca. El aire del sótano es irrespirable. Quedan dos horas para el pleno. Desanimados, cansados, no tienen esperanzas de encontrar nada interesante.

―Aquí está, escucha…― dice Carmen.

«El pueblo se divide. No quieren morir por la peste, pero tampoco ir al infierno. La peste, camina llevándose a todos por delante y ella, con sus artes, es la única que los salva».

―Ella, ¿quién es ella? ―pregunta Carlos.

Siguieron buscando. Encontraron algo que no podían creer.

―¡Charo, para el pleno! ¡No pueden quitar los muñecos, es peligroso¡ ―dice Carlos por teléfono preocupado.

―Lo siento, Carlos no puedo. Ya terminó el pleno. Vino hasta la tele. Se van a quitar ahora mismo los muñecos ―dice Charo.

―¡No los quites aun! Por favor escucha, los niños corren peligro ―dice Carlos nervioso.

―Se te corta la voz Carlos. No te preocupes, trae todo lo que encontraste, tiene que estar en el ayuntamiento. Has hecho un gran trabajo. Cuando vengas me cuentas todo.

―Charo, ¡no lo entiendes! ―dice Carlos.

El teléfono se corta. Carmen, agotada, mira a Carlos preocupada.

―¡Vamos! No cabe todo en el coche. Llevaremos lo más importante ―dice Carlos.

―¿Ya los quitaron? ¡Esta noche la luna es llena! Tengo miedo, Carlos.

―Tal vez no pase nada. Son historias muy antiguas, puede que ya no tengan validez. Escucha, hoy no vamos a poder hacer nada. Charo tiene una entrevista y un bautismo en la capital.

Carmen, en silencio, caminó con una caja hacia el coche.

―Hola Teresa, ¿Qué tal? ¿Cómo va todo por ahí?

―Hola Laura, ya está. Quitaron los muñecos. No sé por qué, pero estaban todos destrozados. Algún animal se entretenía con ellos. Te mando todo.

Los niños curiosos miraban el árbol sin muñecos. Les resultaba extraño, inquietante. El silencio se posó en el pueblo, parecía un buitre esperando el festín.

―¡Mamá! ―dice Sara desde la bañera.

―Dime, cielo ―contesta Teresa.

―¿Tengo que devolver la muñeca?

―No, hija. Nadie tiene que devolver nada.

Sara sonreía, mientras, peinaba en la bañera a su muñeca Anna.

Pasó la noche. La luna trajo la historia a pasear.

Amaneció. Los gritos caminaban por las calles. El dolor erizaba la piel.

Teresa, se despierta intranquila. Las gentes del pueblo gritan de un lado a otro. Lloran, se prescinan, otros corren hacia el árbol de los deseos. Teresa, desde la puerta de la calle, mira hacia la habitación de Sara, parece, que aún no se ha levantado. Sale con su móvil en la mano, cerrando la puerta con cuidado.

Intenta parar a la gente que corre, imposible. Camina hacia el árbol de los deseos. Un mal presentimiento, su corazón se encoge, a medida que se acerca.

―Pero, que… ¿Alguien ha colgado los muñecos otra vez? ―dice Teresa acercándose al árbol.

Sacó algunas fotos, a medida que se acercaba.

―¡No puede ser! ¡Dios mío! ¡Sara! ―grita desesperada Teresa.

Del árbol cuelgan los niños del pueblo. Entre ellos Sara, sus pies arañados apenas sangran ya. Su cara, antes rosada y llena de vida, ahora es gris. Su cuello, deforme. Su pijama, en jirones. Sus ojos, sin vida.

Airajurbal, se convierte así para la prensa en el pueblo maldito. Para la policía, un asesino, un sicópata andaba suelto. Laura se queda con Teresa, que aún, no recupera la cordura.

En el ayuntamiento.

―Le dije que lo parara ―dice Carlos de un lado a otro.

―No pude, Carlos ―musita Charo, cansada de llorar.

―Es horrible, se los lleva una ambulancia. Pero, todos están muertos, desgarrados ―dice Carmen llorando―. Lo peor, es que, según la historia, pronto se repetirá.

―Apenas quedan niños, la policía nacional está en el pueblo. La prensa no nos deja en paz. Quiero saber todo lo que encontraron ―dice Charo.

Carmen y Carlos se miraron, asintiendo con la cabeza.

«Antes el pueblo tenía otro nombre. Sufrieron la peste como todos los pueblos de la península. Una mujer, sabía de hierbas y empezó a curarlos. Pero, la tachaban de bruja. Así que una parte del pueblo se negó a ser tratada por ella. Pocos quedaron en el pueblo que ella no trató. El pueblo que curó estaba agradecido. Pero algo cambió en ella. Creen  que utilizó magia negra y le pasó factura. Se volvió loca. Empezó a pedir cosas como, sacrificios de niños. El pueblo la rechazó. Ella robaba los niños, los mataba y colgaba del árbol.

Buscaron a alguien que los ayudara. Ya que cada luna llena la bruja mataba. La iglesia acudió al rescate, la quemó como bruja. Pero, aún muerta siguió matando».

―¡Dios mío! ―llora Charo.

―¿Sigo contando? ―pregunta Carmen mientras los demás asienten.

«La bruja muerta mataba los niños de cualquier pueblo. Así que buscaron a otra mujer que sabía del tema y encontró una solución. Izo un conjuro al árbol y colgó muñecos. Así la bruja se entretenía las noches de luna, y no buscaba más víctimas.

El cura consiguió hacer un documento oficial para que al árbol no le falten los muñecos que engañarán a la bruja».

―¡Qué desgracia! ¿Qué hacemos? Ahora ¿Qué hacemos? ―gritaba Charo.

FIN

TenecaЖ

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